La isla de Azur

En medio de un tranquilo lago estaba la circular isla de Azur, con no más de quince pasos de ancho y otros tantos de largo. En ella, bajo la sombra de un gran árbol en flor, Azur descansaba sentado con los ojos cerrados. La paz inundaba todo su cuerpo, las flores del árbol acariciaban su piel. La suave brisa viajaba por sus brazos, por sus piernas y sus pies.

¿Qué es la felicidad? No importaba. Azur jamás pensaba en ella, tan solo descansaba sentado con los ojos cerrados mientras la isla yacía a su alrededor. Los sonidos se fundían en un arrullo reconfortante que parecía susurrar su nombre. Notaba la luz en forma de calor en su cuerpo, pero no la veía, pues tenía los ojos cerrados. No precisaba de verla, él era la luz.

Ningún mal sentimiento, ningún pensamiento perturbador. Azur había conseguido ser uno con el mundo y no necesitaba de la lógica y la disertación. No requería de deseos, ni de sueños ni de explicaciones. Azur era simplemente, era tan solo por el hecho de ser, y esa era toda la realidad que necesitaba para completar su existencia.

Un día Azur, sin venir a cuento, sin que aquel día tuviera nada de distinto a los demás, ni ningún detalle que lo hiciera especial, un día abrió los ojos. En ese momento pudo ver la luz, pudo ver las flores del árbol y pudo ver la isla y el lago delante de él. Ese día, en ese mismo momento, en el momento en el que abrió los ojos, Azur se preguntó “¿Qué habrá más allá del lago?”. Y en ese momento, la isla de Azur le empezó a parecer el lugar más pequeño, oscuro y horrible de la Tierra, y desde entonces, no se ha conocido ser humano más desgaciado y miserable que él.

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